Me encuentro sentado debajo de un árbol. No quedan muchos árboles aquí, y cada vez son menos las construcciones que quedan en pie. Probablemente mañana o en los próximos días serán destruidas otras calles y edificios y la destrucción será mayor.
Mi familia se ha ido. Nos hemos despedido en la puerta del edificio donde hasta hace unas horas vivíamos. Saben que soy rescatista y que mi labor, en este tipo de situaciones, no es huir como lo haría cualquier persona sensata, sino quedarme a ayudar a los heridos y enfermos, y a todos aquellos que, por alguna razón, no pueden irse y sufren las peores consecuencias de la guerra.
Algunas personas –incluso miembros de mi familia –piensan que en realidad soy combatiente y que uso el rótulo de rescatista como una máscara para ocultar lo otro.
Es verdad que he participado en intifadas. He levantado mi voz de protesta numerosas veces contra el ocupante. Pero hasta ahora no he llegado al límite de disparar contra otros. En el fondo, somos pueblos hermanos. Pero ya sabemos que en las familias ocurren las peores cosas. Las familias pueden ser el peor infierno para sus miembros.
Mientras me fumo un cigarro oigo a lo lejos el sonido de las sirenas. Son las ambulancias que llegan sin cesar a la puerta del hospital. Traen heridos, niños, hombres, adultos, mujeres. Las bombas no discriminan. Cuando caen, matan y hieren al que sea. ¿Habéis oído el sonido de una bomba? Es aterrador. Cuando cae una bomba y estás por ahí cerca y sobrevives, quedas aturdido. No sabes lo que pasó, no sabes dónde estás ni qué día es. Pierdes la noción del tiempo y de la ubicación. Sólo te recuperas después de varios segundos o minutos. Yo ya sé lo que es eso. Lo he vivido muchas veces y no tengo que ocultarlo.
No quiero irme de aquí. Esta es mi tierra y no me iré de ella por más bombas que caigan. Ya pronto terminaré mi cigarro. Entonces tomaré mi fusil y me iré hacia al búnker. Sé que allí estaré más seguro.
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