Lima, Lima… ¿Qué decir de Lima? ¿Qué decir de nuestras urbes latinoamericanas tan fascinantes y al mismo tiempo tan chocantes? ¿Qué decir de nuestras urbes que deslumbran y a la vez desconciertan? ¿Qué decir de nuestras ciudades colmadas de tantas virtudes como problemas? ¿Qué decir de ese desorden tan nuestro que es a la vez tan caótico como organizado? ¿Qué decir de estas ciudades que son resultado de esa combinación perfecta y a la vez imperfecta entre planeación e improvisación? ¿Qué decir de una ciudad en la que rara vez llueve, pero donde la atmósfera es siempre húmeda y gris y con un clima tan apacible como cambiante? ¿Qué decir de una ciudad abroquelada a orillas de un océano cuyo incesante rugido se extiende transformado por la actividad humana por el resto de la ciudad? (Ahora que lo escribo, pienso que nuestras urbes latinoamericanas son eso: un rugido permanente. Lima, México, Buenos Aires, Bogotá, por mencionar solo algunas, son ciudades que rugen). ¿Qué decir de una ciudad que se esconde del océano y al mismo tiempo lo observa y lo acaricia algo tímida desde la distancia, acantonada detrás de esas enormes rocas y barrancos negros que le sirven de acantilado? ¿Qué decir de una ciudad en la que nunca había estado, pero en la que me he sentido como en casa desde que puse un pie en ella? Podría hablar de las bondades y vergüenzas de Lima, de sus virtudes y defectos sin conocerla todavía lo suficiente. Podría hablar de sus conductores que compiten cual pilotos de Fórmula Uno para imponerse unos sobre otros y abrirse paso como almas endemoniadas entre carros y avenidas, metiéndose por resquicios por donde solo ellos saben que caben. Podría decir eso y otras cosas de Lima, menos que no es una ciudad inspiradora. Lima es la ciudad que ha sido escrita por tipos como Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce Echenique, y otros hombres y nombres que también conozco, aunque menos famosos (Rivera Mundaca, Bracamonte, Seminario), y también es la Lima escrita por mujeres cuyos nombres y plumas desconozco y echo de menos en este listado en el que solo viene a mi mente Blanca Varela, la poetisa limeña que vivió ochenta y dos años, y que me hace pensar en cómo es esa Lima descrita desde la mirada de una mujer.
Si Lima me inspira estas preguntas, es porque en muchas cosas se asemeja a una ciudad que conozco (o quizá deba decir que conocía hasta hace un tiempo) bastante bien y que llevo tatuada en mi alma como ninguna. Para decirlo de una vez: Lima es como Bogotá, pero con mar (lo cual no es poca diferencia). Lima es como Bogotá, pero sin los cerros orientales (Lima tiene unos cerros al norte). Lima es tan gris como Bogotá, pero su gris es permanente. Lima es más cálida que Bogotá y goza de mejor temperatura, pero tiene menos sol. Lima tiene vías más grandes y modernas y también en mejor estado que las vías bogotanas y de otras ciudades del llamado “primer mundo”, pero más congestionadas. Lima tiene los mismos problemas y las mismas complejidades que Bogotá, pero quizás en mayor escala puesto que tiene más habitantes que Bogotá. Lima puede ser más segura que Bogotá. Lima puede ser más bonita que Bogotá. Lima puede ser Bogotá. Lima no es Bogotá, pero es como Bogotá.
¿Qué decir de una ciudad que alberga tranquilamente a un montón de gatos en un parque ubicado en medio del bullicio de calles y aceras concurridas? ¿Qué decir de una ciudad que ha pensado en niños y adultos y ha construido un extenso malecón que mira hacia el Pacífico con algunos espacios de esparcimiento para todo tipo de personas? Me dirán, con razón, que me estoy refiriendo a la Lima de Miraflores y Larcomar. Quizás algunos me invitarán a darme un paseo por otros lugares para conocer “la realidad” de esa otra Lima que está al otro lado de ese muro de la vergüenza tan parecido a otros muros construidos para separar a palestinos de judíos, mexicanos de estadounidenses, ricos de pobres…
Sí, lo sé: Lima no se conoce en unas horas ni en unos días. Ninguna gran ciudad se termina nunca de conocer. Pero, dadas las semejanzas con Bogotá, Lima es una ciudad que, de alguna forma, considero familiar. Por eso me siento seguro. Por eso camino por Lima como si lo hiciera por Bogotá.
Vamos en busca de otra Lima. Vamos al centro histórico ubicado al lado oeste de ese barrio de comercio trepidante que es el Barrio Chino. Busquemos a ese Lima que gravita en torno a la Plaza Mayor. Heme entonces en un costado de la Plaza Mayor donde, lo primero que me sorprende, es encontrarme con un lugar que, por temor a las protestas, se encuentra cerrado a los peatones. Cerrada y sin gente, la plaza se ve triste y vacía. Un lugar con historia, pero sin vida. Un lugar con pasado, pero con un presente que parece detenido. Solo circulan por la plaza algunas personas y funcionarios que trabajan en las dependencias. Entonces miro a lo alto: veo palomas y gallinazos apostados entre los muros de la Catedral. Sí, gallinazos. Me sorprende verlos allí, en pleno centro de la ciudad. Me recuerdan ese cuento terrible “Gallinazos sin plumas”, de Julio Ramón Ribeyro, que leí hace unos días para “ambientar” mi visita a Lima. Los de esta plaza son gallinazos con plumas. Están en pleno corazón de Lima, en el mismo lugar donde se concentra el poder político y religioso (y alguien diría, la corrupción) del país y de la ciudad. La Catedral, el Palacio de Gobierno y la Municipalidad de Lima ocupan sus respectivos lugares mientras los gallinazos campean como una especie de símbolo que vigila sin pronunciar palabra y sin –aparentemente– ser molestados en los mismos lugares donde campean los tratos secretos y las negociaciones con que se mueven los hilos ocultos del poder. Por lo demás, ya sabemos, después de todo, que los gallinazos buscan su alimento entre los desperdicios.
Seguimos nuestro camino por el centro histórico y por unos lugares que no hacen del todo justicia al honor de ser considerados como patrimonio histórico y arquitectónico. Llegamos hasta el Parque de la Muralla, un lugar que en el mapa se muestra como un espacio verde, pero en el que, en realidad, predomina el cemento. No es nuestro día de suerte: hay en el parque una zona cerrada al público. Motivo: un evento cultural que se está realizando y que incluye filmación. Desde ese parque se tiene una panorámica del norte de Lima: se observa el cerro de San Cristóbal que se interpone entre los barrios de Rímac al oeste y San Juan de Lurigancho al este. Por allí han de pasar los aviones que, invisibles desde abajo, llegan al aeropuerto Jorge Chávez desde el norte. Aunque las fachadas de algunas casas están pintadas de diversos colores, Lima es realmente una ciudad gris. Una metrópoli que alberga edificios vetustos, a ratos envejecida, una población activa, y un tráfico de locos. Una ciudad donde, en medio del bullicio, florecen los árboles y unas hermosas flores de color violeta y donde, en ciertas esquinas, se oye el canto nítido y decidido de unas aves que no se amilanan por el ruido.
He ahí la ruidosa avenida Abancay (una de tantas avenidas grandes y ruidosas que tiene Lima) y el edificio blanco del Congreso. Más allá, los Barrios Altos sobre los que hace unos meses leí un libro de crónicas escrito por el señor Rivera Mundaca, y el Barrio Chino, en el costado sur, donde abunda el comercio y la oferta gastronómica chino-peruana.
En la tarde salimos a dar un paseo por otra Lima. Esta vez nos encaminamos por la Avenida Garcilaso de la Vega hacia el sur. Después de una hora, llegamos hasta inmediaciones del Estadio Nacional, donde esa noche se va a celebrar un partido entre el Sporting Cristal y el Emelec de Ecuador. Hay ambiente de fiesta, gente que pasa sin cesar en dirección del estadio con las camisetas azul claro del equipo limeño. Se oye el sonido de cánticos y tambores y los vendedores corear su promoción de cerveza. Al final, derrota del Cristal por 1-0. Entonces pienso que los latinos llevamos impresa en la piel y en el alma la experiencia de la derrota. Supongo yo que es por esa razón que, cuando ganamos, celebramos nuestras pequeñas o grandes victorias a rabiar, bañándolas de gloria y heroísmo. No nos gusta perder (¿a alguien le gusta perder?) y no nos resulta fácil encajar cada vez una nueva derrota, especialmente aquellas que son inesperadas ante rivales que, sobre el papel, parecen más débiles. Pero no nos resignamos. En Lima se puede perder muchas cosas: los partidos, las pertenencias, el miedo, la prudencia, la lluvia, el sol. Pero lo que no se perderá es la esperanza de volver a ganar.
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