Descubrí la obra de Juan Rulfo cuando tenía unos trece o catorce años. Cursaba tercero o cuarto de bachillerato.
En clases de español leíamos de vez en cuando (pero muy de vez en cuando) alguna obra literaria: una novela, algún cuento, y uno que otro poema. Utilizábamos un libro llamado “Español sin fronteras”. Era un texto escolar que compilaba escritos de Borges, Echeverría, Cortázar, Silva, Carpentier y otros autores conocidos de la literatura latinoamericana. Esos relatos estaban allí, pero la verdad es que no los leíamos ni los estudiábamos en clase.
Alguna noche de ocio sentí curiosidad y decidí aventurarme por mi cuenta en algunos de esos textos. De repente, aterricé en uno llamado “El llano en llamas”. Un cuento escrito por un autor cuyo nombre ya conocía de oídas, pero al que nunca había leído: Juan Rulfo.
Mi hermano, que ya para entonces contaba con cierto bagaje literario, me había hablado por primera vez de este escritor. Decía que el caso de Rulfo era más bien raro, pues su prestigio aumentaba a medida que pasaba el tiempo a pesar de que (o quizás a causa de que) no publicaba nada nuevo. Los lectores vivían así cada año con la expectativa de conocer la nueva novela, el nuevo libro que iba a publicar Rulfo, pues el primero (El llano en llamas, 1953) había sido muy bueno, y el siguiente aún mejor (Pedro Páramo, 1955). Por consiguiente, la gente esperaba que su siguiente obra fuera mejor que las otras dos. Pero ese tercer libro de Rulfo nunca llegó, a pesar de que en algunas entrevistas (entre las pocas que concedió) el escritor mexicano se refirió a un proyecto literario llamado La cordillera. Ese libro no existe. Lo único que Rulfo publicó después de Pedro Páramo fueron algunos guiones de cine, entre los cuales el más conocido es El gallo de oro, que ha tenido varias adaptaciones a la televisión (en Colombia, una de esas adaptaciones se llamó La caponera y fue protagonizada por Margarita Rosa de Francisco). Esos guiones, escritos hacia los años ochenta, fueron considerados por el mismo Rulfo como “textos menores” y sin mucha importancia. Aparte de esto, también publicó algunos documentos de carácter histórico y antropológico como parte de su trabajo en un instituto de investigaciones sobre pueblos indígenas de México.
Los recuerdos sobre cómo llegué a Rulfo y su obra hoy me parecen tan remotos y desdibujados como algunos de los personajes de sus libros. Son recuerdos arcaicos que no parecen formar parte no de mi historia de vida, sino de mi prehistoria. En cualquier caso, haber escuchado que un escritor fuera conocido porque lo poco que había publicado había sido muy bueno ya había picado mi curiosidad. ¿Por qué no volvió a publicar literatura si se le daba tan bien? Es la pregunta que muchos se hicieron y se siguen haciendo hoy a más de treinta años de su muerte. Pienso que Rulfo se dio cuenta de que ya había alcanzado su techo como escritor y que cualquier cosa que escribiera en adelante no lograría superar lo que ya había escrito. Es un detalle que a mí me parece de toda relevancia, pues contiene un mensaje claro que podrían tomar muchos escritores y aspirantes a escritores que se esfuerzan por publicar lo que sea y como sea. Alguna vez leí que en un taller de escritura, García Márquez comentó que a un escritor no se le conocía por lo que publica, sino por lo que destruía. Creo que el comentario se ajusta al caso de Rulfo. Él comprendió lo que era escribir. Pero también entendió lo que era el silencio. Un silencio que se expresa a lo largo de su obra.
Antes de leer a Rulfo, yo había leído en el Pequeño Larousse (algo así como la Wikipedia de la época) que los relatos de Rulfo eran angustiosos. Me preguntaba entonces cómo podía un escritor transmitir la sensación de angustia a través de las palabras. En mi caso, no conocía la angustia, y creo que leer a Rulfo tuvo que ver con el deseo de experimentar eso. Quería saber lo que era la angustia a través de la lectura.
El primer encuentro con “El llano en llamas” fue para mí una revelación. Supe que estaba leyendo algo distinto de lo que hasta entonces había leído (que en realidad no era mucho). Pensé que si algún día yo me volvía escritor, me gustaría escribir algo parecido a lo que acababa de leer.
Una de las características que me sorprendió de ese cuento en particular fue la sencillez de su estilo y del lenguaje. Era un rasgo sorprendente porque una de las cosas más difíciles de aprender es aprender a escribir sencillo. El lenguaje de “El llano en llamas” me pareció directo y sin aspavientos. Desde el título del cuento, que hoy me parece genial, hasta el nombre del autor, dan cuenta de la brevedad y contundencia que caracterizan su obra. La narración estaba, además, salpicada de mexicanismos sonoros cuyos significados desconocía, pero intuía. Sentí como si hubiese acabado de leer algo escrito por una persona común y corriente, y no por un hombre de letras. Y esto me hizo pensar, años después, que, en manos de Rulfo, la literatura se volvía accesible y democrática, casi al alcance de cualquier persona, y no un bien de élites o iluminados, como hasta entonces la percibía (y como todavía hoy muchos la perciben). Esa es una de las cosas que más me fascina de la obra de Rulfo: la de hacerme creer que la literatura puede salir de lo más humilde de una sociedad y lograr un alcance mundial o universal. Esta es, a mi entender, una de las virtudes extraliterarias de su obra.
Me gusta mucho, y aún me sigue gustando, ese tono coloquial y de lenguaje oral del que están hechos sus textos. Es un aspecto que se ha resaltado mucho y se ha vuelto lugar común a la hora de hablar de Rulfo. Un estilo que inspiró a muchos a querer seguir sus pasos y a tratar de escribir cosas similares a El llano en llamas y Pedro Páramo.
Las valoraciones sobre su obra suelen ser elogiosas. Recuerdo un comentarista que encomió a tal punto la obra del escritor jalisciense, que no vaciló en ubicar a Pedro Páramo a la altura de libros tan importantes como La Biblia y La Divina comedia, subrayando, de paso, que la autoría de dicho libro recaía en un “humilde escritor mexicano”. También recuerdo una entrevista con Rulfo hecha por Ángel Becassino en la que este último lograba sacarle al escritor algunos secretos de su vida personal y reflexiones de corte histórico y antropológico acerca de la conquista de América y la condición de los indígenas en México.
La obra de Rulfo también tiene sus “malquerientes”. Algunos se quejan de su estilo lacónico y directo (el mismo Rulfo lo reconocía). Otros, de la complejidad de Pedro Páramo. Y otros más, de que las voces de algunos personajes de Pedro Páramo no eran verosímiles porque hablaban como poetas. Yo conocí hace un tiempo a un mexicano que prefería la literatura de Cortázar y de Arreola (este último también jalisciense como Rulfo) porque la obra de Rulfo tenía para él algo que le chocaba y le disgustaba, pero sin saber muy bien qué era.
Mi relación con la obra de Rulfo es como la de un amigo que después de cierto tiempo (pueden ser años o décadas) vuelve a esa vieja amistad para constatar que la relación, aunque ha cambiado, se mantiene. ¿Cómo no recordar esos pasajes estremecedores de “No oyes ladrar los perros”, y las recriminaciones del padre a su hijo por lo mal que se ha portado? ¿Cómo olvidar la maldición que le hace al hijo y a la parte de su sangre que le ha tocado? ¿Y cómo no recordar, aunque sea remotamente, el comienzo de Pedro Páramo y el final de ese primer párrafo en el que las manos de la madre aún están entrelazadas con las de su hijo cuando ella muere? ¿Cómo no recordar el final lacónico de “El llano en llamas”, cuando el narrador, en señal de vergüenza, agacha la cabeza en presencia de su hijo (el conflicto entre padre e hijo es un tópico en la obra de Rulfo)? ¿Y cómo olvidar “Un pedazo de noche”, un cuento subestimado por el propio Rulfo y al parecer también por la crítica, cuyo escenario, a diferencia de la mayoría de sus relatos, es la ciudad, y en el que un sepulturero que carga con un niño se enamora de una prostituta? ¿Cómo no estremecerse ante la reiterada súplica del protagonista de “Diles que no me maten” y su final atroz?
Cuando se vuelve sobre una obra se corre el riesgo de que lo que en su momento fue deslumbrante y maravilloso ya con los años no lo sea tanto, y que esas palabras que imprimieron un sello de fuego en el alma se observen con el tiempo como un recuerdo lánguido de lo que fueron. Pero a mí no me pasa eso con la obra de Juan Rulfo. Para mí Rulfo siempre está allí, como ese amigo silencioso pero presente al que vuelvo cuando siento el deseo, o a veces la necesidad, de escuchar su voz (o sus voces) y sus silencios. Es el amigo al que vuelvo en cualquier momento y en cualquier página para leer frases como: “Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente”. O: “El pájaro burlón que regresaba de recorrer los campos…”. O: “La madrugada fue apagando mis recuerdos”. O aquel pasaje memorable en el que un hombre al que llaman el Tartamudo pregunta por Pedro Páramo para referirle la muerte de Fulgor Sedano diciendo: “quiero hablar cocon él (…), dile, cucuando regrese, que vengo de parte de don Fulgor (…) dile que es cocosa de urgencia”? Solo a Rulfo se le pudo ocurrir eso.
Hacía tiempo no visitaba la obra de Rulfo. Volví a hacerlo para escribir esta nota y citar las frases de arriba. En alguna parte de Pedro Páramo se dice que “no hay recuerdo, por intenso que sea, que no se apague”. El recuerdo de la obra de Rulfo nunca se apaga del todo. Es como esa llamita que permanece encendida en algún rincón del cuarto y que uno visita de vez en cuando para avivarla y así evitar que se apague.
*Esta nota es una versión modificada de un artículo publicado en Hispanophone el 16 de mayo de 2017.
Algunos enlaces de interés sobre Juan Rulfo:
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