D. Arias
No dejar de caer
Actualizado: 4 dic 2020
Una bruma de atardecer, entre pálida y dorada, con matices anaranjados, cubre hace horas la ciudad. Las campanas de una iglesia suenan. Un hombre divisa desde lo alto de una montaña la extensa sabana, los edificios amontonados, las multitudes que se abren paso entre los buses atravesando calles y semáforos en verde o en rojo. Allá, desde lo alto, el hombre escucha el murmullo de la ciudad que se resiste a dormir. Una ciudad que todas las tardes se llena con el ruido de los motores y los pitos de los carros. Los estudiantes, entre tanto, abandonan las aulas. Van caminando con la fatiga a cuestas, los pies a rastras, los cuerpos encorvados y las mentes adormecidas. Los corredores del pabellón quedan vacíos y silenciosos. Afuera, la ciudad enciende sus luces, y con las luces la penumbra se dibuja. La ciudad se convierte en un inmenso juego de luces y sombras. Arriba, mientras tanto, el mismo hombre que acaba de dar su clase conserva intactas sus ganas de volar, de lanzarse al vacío y no dejar de caer…
