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  • Foto del escritorD. Arias

Lo que no borró el desierto, de Diana López Zuleta.

Actualizado: 24 jul

Lo que no borró el desierto, de Diana López Zuleta: un título tan poderoso como poético que queda guardado en uno de esos cajones de la memoria donde reposan los libros aplazados que uno espera leer algún día, cuando tres condiciones (dinero, tiempo y ánimo) se reúnan por obra y gracia de una cada vez más rara pero maravillosa conjugación de astros.


Pasaron días, semanas y meses, y los astros seguían sin conjugarse. Hasta que un día decidí comprarlo. Pasaron días y semanas antes de que el libro llegara a mis manos empacado en un sobre enorme de cartón. Lo abrí con la alegría de quien sabe que va a destapar un buen regalo. Entonces palpé la carátula y sus bordes y leí de nuevo: Lo que no borró el desierto, de Diana López Zuleta. Y al lado del título, una leyenda: “Así desenmascaré al asesino de mi padre”.

Me bastó leer las primeras líneas para darme cuenta de que estaba ante algo diferente. Pero no imaginé que desde esa noche, y durante los días y noches siguientes, me embarcaría en un viaje tan doloroso como vertiginoso a una zona del Caribe colombiano llevado de la mano de alguien que había escrito cada página, cada línea y cada palabra con el alma. Un alma trémula y desgarrada por una herida profunda y un dolor que solo Diana es capaz de describir.

Lo que no borró el desierto es la historia prodigiosamente escrita a lo largo de más de trescientas páginas de una herida abierta en la humanidad de Diana. Una herida que, como señala Margarita Rosa de Francisco en el prólogo del libro, es la herida de muchos colombianos. López Zuleta ha puesto con este libro un punto muy alto para el periodismo colombiano y del mundo, y también para su propia carrera: ha convertido el dolor personal en arte, periodismo, literatura. Un dolor que nace a los diez años cuando a su padre, Luis López Peralta, entonces concejal de Barrancas (Guajira), es asesinado en febrero de 1997 por dos sicarios contratados por un político rival de la región.


Leyendo Lo que no borró el desierto, recordé lo que contó García Márquez sobre su experiencia de lectura de Pedro Páramo. Yo tampoco podía parar de leer el relato de Diana, diciéndome una y otra vez que lo que estaba leyendo era una obra magistralmente escrita. En ocasiones me devolvía una y otra vez para releer las mismas frases y los mismos párrafos, como queriendo cerciorarme de lo que estaba leyendo y grabar en mi mente cada una de las imágenes que el libro me ofrecía. ¿Era esta acaso la forma natural en que el libro debía ser leído? No lo sé. Pero lo cierto es que Lo que no borró el desierto se había metido ya en mi alma, en mi mente y en mi piel, mientras por mi cabeza pasaban un sinnúmero de adjetivos con los cuales pretendía calificar el trabajo de Diana. Conmovedor, revelador, estremecedor, devastador, personal, alucinante, aterrador, prodigioso, magistral, fueron algunas de las palabras con las que quise describir lo que estaba leyendo. Pero ninguna de ellas le haría justicia al libro.


Lo que no borró el desierto es también un viaje al alma humana. No solo al alma de Diana (que se presenta frágil y fuerte a la vez, así como valiente, determinada, y al mismo tiempo insegura), sino también al alma de las personas que se asoman en cada una de sus páginas. Quedan plasmadas en cada línea la psicología de los asesinos, sus motivaciones (si es que puede hablarse de motivaciones a la hora de asesinar a alguien), y, en fin, las razones de su actuar y su conducta criminal. Quedan también expuestos los miedos y temores de las víctimas (que son los mismos de Diana, solo que mientras en unos tiene el efecto de anestesiar y paralizar, en ella obra el efecto contrario, el de actuar y hacer hasta lo imposible para que el crimen de su padre no quede impune y mitigar su dolor a través de la verdad). Se explican las razones y contradicciones de los dolientes, sus reclamos de justicia frente a la incoherencia de sus silencios y reticencias; su temor de hablar, su escasa colaboración para esclarecer el caso; la degradación moral de unos funcionarios y una corrupción que, como un cáncer, han carcomido hasta la médula la estructura entera del sistema judicial colombiano; el desdibujamiento del concepto de servicio público; la defensa y justificación de los victimarios frente a la sanción social y la condena injusta hacia la víctima; el alto precio que paga Diana por “buscar la verdad, que no es odiar, sino no resignarse…”, como lo escribe en alguna parte. De eso y otras cosas habla Lo que no borró el desierto, un texto con el que aprendemos no solamente sobre Colombia y su violencia política, sino y sobre todo sobre el ser humano y sus complejidades.


El libro toca las fibras íntimas de los colombianos. Habla de nuestras virtudes (la resiliencia como una de las mayores) pero también de nuestros peores defectos y la clase de monstruos que por miedo o complicidad hemos creado como sociedad. Nos enfrenta a nuestros problemas al tiempo que nos presenta la labor más que encomiable de quienes desde la rectitud, la honestidad y el compromiso férreo e inquebrantable con su trabajo se esfuerzan por hacer del nuestro un mejor país para no terminar de entregárselo del todo a los criminales y sus cómplices.


Oriunda de La Paz, departamento del Cesar (en el norte de Colombia), Diana López Zuleta ha sabido captar y dibujar maravillosamente con sus palabras el ambiente de la región, esa atmósfera particular que algunos llaman magia, encanto o simplemente “realismo mágico” y que todo viajero podrá reconocer y experimentar cuando se adentra en el Caribe colombiano. Un lugar que lejos de ser un “territorio salvaje”, como señala uno de sus entrevistadores (por demás un lugar común utilizado para hablar de las provincias y fronteras de Colombia a donde no llega el Estado o llega transfigurado en sus peores formas) se revela más bien como un espacio lleno de vida y de ser humano tanto para lo bueno como para lo malo. Vida y atmósfera que Diana transmite en cada una de sus páginas y que hacen del libro un testimonio con el que ella intenta sobreponerse a las dificultades y la tragedia que le ha significado el asesinato de su padre.


Lo que no borró el desierto perdurará por mucho tiempo en la memoria de los colombianos. Será difícil que el tiempo lo borre.


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