El presidente de Colombia está sumido en una paradoja: la de un gobernante débil sostenido por poderes fuertes. Si Duque es “fuerte” y tiene un margen de gobernabilidad, es porque sus amigos o aliados políticos están a la cabeza de los órganos de control que podrían hacerle algún contrapeso a su gobierno y su gestión (Fiscalía, Procuraduría, Contraloría y Defensoría “del Pueblo”) y porque recibe el apoyo de sectores poderosos (y algunos peligrosos) del país. Pero es evidente que Duque es también una figura débil porque es impopular entre gran parte de la sociedad, en los partidos políticos e incluso entre sectores de su propio partido, el Centro Democrático. No es claro qué suerte corre entre las Fuerzas Militares y la Policía, pero que algunos hablen de tropas “desmoralizadas” en medio de esta coyuntura (que empieza a dejar de ser coyuntura para volverse algo permanente) es un indicio de que parte de esas tropas están inconformes con el manejo y las órdenes de sus altos mandos, incluido el presidente.
El hecho, además, de ser percibido como un “títere” tanto desde la oposición como entre sectores de su propio partido, e incluso por periodistas que hoy lo cuestionan sobre el tema, hace más evidente su fragilidad. La paradoja de Duque es difícil de resolver si se tiene en cuenta que su debilidad no es tanta para forzar su renuncia o para alentar un golpe de Estado (dos escenarios realmente peligrosos), pero tampoco tiene el músculo suficiente para poder gobernar bien o de manera aceptable en el tiempo que le queda. A este respecto, una comentarista se preguntaba hace poco con qué legitimidad podría gobernar Duque después de las cosas que han sucedido en su gobierno (que son muchas y escandalosas) y del manejo errático que le ha dado a este estallido social. Lo cierto del caso es que estamos –para decirlo en términos coloquiales– ante un caso típico de “ni muy-muy, ni tan-tan”.
Aunque Duque dé órdenes, sospechamos que no son sus órdenes sino las “sugerencias” de otro u otros que desde algún lugar de Colombia dictan a sus oídos algunas consignas para que este las retransmita. Duque da órdenes, o mejor, las comunica, pero algunas de ellas parecen diluirse en el camino, haciendo difícil establecer hasta qué grado son acatadas, desatendidas o distorsionadas. Duque carga consigo el lastre tremendo de ser un “ungido” convertido en “hijo ilegítimo” de Álvaro Uribe, quien decidió en su momento adoptarlo ante la falta de mejores prospectos para sus intereses. El presidente de Colombia es cuestionado por las circunstancias de su elección (el manto oscuro de la compra de votos y el papel de los dineros de los narcotraficantes en su campaña), su ya citada impopularidad entre sectores políticos y sociales, su inexperiencia y torpeza en el manejo del Estado, su falta de autoridad y su evidente desconexión con los problemas reales del país.
Por estos y otros factores, hay quienes temen (entre ellos el analista Ariel Ávila) que esta especie de mediocridad de Duque se convierta a la larga en la salida “a la colombiana” de esta crisis social y política que atravesamos y que en otros países de la región se ha “resuelto” de otras maneras, si bien no necesariamente mejores. La pregunta es si tal situación, que en otros lugares sería insostenible, podría convertirse en Colombia en la “nueva normalidad” política aún en tiempos de pandemia. De ser así, los colombianos, que a casi todo nos acostumbramos, terminaríamos por habituarnos a esta mezcla de inercia, desatención y manejo equívoco de los problemas que en este tiempo y en diversos frentes nos ha tenido este gobierno, así como a las marchas, enfrentamientos y represiones de cada semana. Volver la crisis y la protesta social un estado permanente es el escenario que al día de hoy se ha normalizado. La pregunta es: ¿por cuánto tiempo?
Aunque Duque pueda estar preguntándose qué hacer con Colombia (también podría estar preguntándose: ¿qué hago en Colombia?), muchos colombianos, incluidos empresarios y miembros de su partido, pueden estar preguntándose, y quizá desde hace tiempo, qué hacer con Duque. Hoy no tenemos esa respuesta. No sabemos si Duque se fortalecerá o se debilitará con el paso del tiempo, si convertirá esta crisis en una oportunidad para atender a los colombianos que lo reclaman y ganar un poco de legitimidad y gobernabilidad, o si será otra ocasión (como tantas) desperdiciada. La apuesta actual del presidente es el desgaste, y no propiamente el su gobierno, que difícilmente podría desgastarse más, sino el de un movimiento que acusa la fatiga propia de estar un mes marchando en las calles enfrentado a policías y civiles armados. Los colombianos, entre tanto, hacemos lo que podemos en medio de la orfandad. Una orfandad acentuada por la presencia de un presidente débil sostenido por poderes fuertes pero en decadencia, un congreso que al día de hoy sesiona entre virtual y presencial, unos órganos de control que poco controlan, unos entes de investigación que investigan a unos pero no a otros… Nos queda aguantar y seguir apretando dientes como los ciclistas, o alzar plegarias a la Virgen de Chiquinquirá.
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