D. Arias
Proyectil
Actualizado: 3 nov 2022
Los que han vivido en Bogotá y no tienen carro conocen bien lo que significa moverse en transporte público.
Hace muchos años, en una reunión de amigos, pasamos horas hablando únicamente de nuestras historias en los buses. No sabíamos si reír o llorar. En Montreal, andar en bus no es tan “movido” como en Bogotá (y digo “movido”, por no decir riesgoso o peligroso). En Montreal uso el transporte público todo el tiempo, pero rara vez me pregunto si voy a llegar sano y salvo a mi destino, o pensando en los sustos que voy a tener por cuenta de los ladrones mientras me muevo de un punto A a un punto B. En Montreal, los buses y el metro son espacios seguros en los que generalmente no pasa “nada”. Pero a veces ocurren cosas y a veces uno tiene la suerte o la mala suerte de presenciar algunas de esas cosas. Yo, por ejemplo, he visto gente codeándose y discutiendo en los buses. He visto gente drogada, gritando, llorando. Gente que ríe y que habla sola (y yo mismo soy de los que a veces habla y se ríe solo).
Nunca he sido testigo de un robo. Pero sé que los robos son frecuentes en el transporte público de Montreal, especialmente en el metro, y más que todo en las horas pico. Aprovechándose de las aglomeraciones, los ladrones sacan las cosas de los bolsos que van abiertos o los abren ellos mismos sin que la víctima se dé cuenta. También roban bicicletas, sobre todo en verano, por lo que aconsejan no dejarlas afuera. Últimamente he leído noticias sobre robos de carros de alta gama y, por esta época, ¡de gente que roba decoraciones de Halloween!
Esto que voy a contar me sucedió un día como hoy. Viajaba yo en un bus en horas de la noche. Puesto que el bus iba casi vacío, había muchos lugares libres. En cierto punto se subieron unos muchachos. Aunque eran amigos, se sentaron en sillas aparte (una costumbre que, dicho sea de paso, he observado varias veces en esta ciudad). Uno de ellos se sentó no muy lejos de donde yo estaba. Al poco tiempo, se quedó dormido. En un momento dado, noté que el muchacho parecía convulsionar. Me quedé mirándolo fijamente por si necesitaba ayuda. De repente, vi salir de su boca un proyectil. El proyectil era un coctel viscoso y multicolor hecho de babas, restos de comida, licor y bilis que se estrelló de lleno contra una ventana y salpicó una parte de la cojinería. Algunas "esquirlas" rozaron mis manos. Una señora que estaba cerca del joven se levantó apresurada y se cambió de puesto. El muchacho abrió los ojos con dificultad e, incorporándose lentamente, constató entre lelo y asombrado lo que acababa de suceder. Una parte de su ropa estaba empapada en vómito. El olor nauseabundo se esparció pronto por el vehículo. El aire se hizo irrespirable. Los pocos pasajeros que íbamos a bordo abrimos las ventanas. El aire frío de afuera nos congelaba. Pero preferimos eso que respirar el olor putrefacto de aquel proyectil que acaba de dispararse de manera involuntaria.
El bus siguió su camino y avanzó varias cuadras. En una parada el muchacho se levantó y se bajó discretamente. Su semblante parecía más el de un delincuente huyendo de la escena del crimen que el de un pasajero común y corriente que se baja donde le corresponde. Yo me bajé varias cuadras más adelante con algo de frío. Mientras caminaba hacia mi casa, pensé en el trabajo que le esperaba al chofer o a la persona que se encargara de hacer la limpieza del autobús, y en la manera en que se las iba a tener que arreglar para “desfacer semejante entuerto”.
Nada del otro mundo, dirían algunos. Cosas como esa ocurren en el transporte público de Montreal y de cualquier ciudad del mundo. Yo solo puedo decir que pocas veces había tenido la oportunidad de ver pasar un proyectil semejante.